
El Eco de Lilith
En los albores de la creación, antes de que los textos sagrados y las leyendas dibujaran su rostro, Lilith caminaba entre las sombras de un mundo todavía sin forma. No era la luz que gobernaba ni la oscuridad que temían; era el fuego intermedio, chispa de un deseo primigenio: libertad.
Lilith nació de la misma arcilla que Adán, moldeada no para obedecer, sino para ser. En el Edén, los días fluían entre los aromas dulces de flores eternas, pero dentro de Lilith, algo rugía. Una inquietud, una voz sutil que le decía: “¿Esto es todo? ¿Dónde estás tú?” Adán, cómodo en su primacía, no comprendía su lucha. “Sé mi igual,” le rogó Lilith. Pero cuando sus palabras se desvanecieron en el aire, ella dejó el Edén, guiada por la valentía de elegir lo desconocido.
El mundo fuera del jardín era salvaje, cruel y hermoso. Lilith, sin embargo, floreció allí. Encontró el poder de su voz en los vientos que rugían en los desiertos, en las mareas que rompían las costas y en las estrellas que pintaban el cielo. En ese caos, descubrió su sensibilidad: lloró al ver un brote verde en la aridez, rió cuando la lluvia cantaba sobre las rocas, y se enfureció contra quienes intentaban encadenarla con normas que no había consentido.
Con el tiempo, los cielos enviaron emisarios para doblegarla. “Vuelve,” decían. “Serás protegida. Serás perdonada.” Pero Lilith, envuelta en llamas de ira y verdad, les respondió: “No me arrepiento de querer más que lo que me ofrecieron. No pido perdón por ser toda yo.”
Su furia no era mera rabia; era una fuerza transformadora. Cada vez que el mundo intentaba someterla, Lilith se regeneraba. De las cenizas de sus batallas, surgían alas. Al principio negras como la noche, pero luego adornadas con los colores del universo, recordándole que su esencia no era solo lucha, sino crecimiento.
Un día, mientras contemplaba su reflejo en un lago inmóvil, Lilith entendió el propósito del fuego dentro de ella. El deseo que había sentido no era pecado, ni un capricho. Era la semilla de algo más grande: autoconocimiento. Reconoció que su rebeldía no era un rechazo del orden, sino una invitación a cuestionarlo, a redescubrirse a través de las preguntas que quemaban en su alma.
El mundo empezó a hablar de Lilith como un símbolo. Algunos la temían, llamándola monstruo. Otros la adoraban, viéndola como diosa. Pero Lilith, con su sabiduría infinita, sabía que no era ni lo uno ni lo otro. Era una mujer en constante análisis de su energía, como un dragón que, al recorrer el círculo de su ser, se enfrenta a su sombra y su luz. Comprendió que cada uno lleva una Lilith dentro, una energía dracónica que invita a la transformación.
En el corazón de las personas, Lilith plantó una lección: no hay mayor valentía que enfrentar el deseo no como un amo, sino como un guía. El deseo, cuando es escuchado y analizado, se convierte en una semilla que rompe la tierra estéril, abriendo caminos hacia un crecimiento auténtico.
El eco de Lilith persiste. Habita en quienes se atreven a cuestionar, en quienes enfrentan sus sombras y se permiten florecer en su luz. Porque Lilith, con su furia y su amor, enseñó al mundo que en el análisis dracónico de nuestras energías, encontramos el coraje para transformarnos y ser verdaderamente libres.